DALE ANDY, DALE

 Cuando yo no llegaba a las canillas de la cocina, y cuando papá volvía del trabajo con chupetines en los bolsillos, y cuando el abuelo todavía se reía, yo, “la Andy”, esperaba la lluvia.
Y todos en casa esperaban conmigo.
      - ¡Ya está goteando, Andy! - gritaba la abuela mientras buscaba la toalla.
Mamá acomodaba prolijamente sobre su brazo la ropa que yo me iba sacando. Carlos, mi hermano el grandote, era el que abría la pesada puerta corrediza que daba al patio.
       - Dale nena - me decía con su gutural y mecánico tono.
 Yo me paraba delante de la puerta y cerraba los ojos... y sin moverme, iba metiéndome de a poco en el viento, en el frío, y en ese olor a tierra mojada. 
A mi espalda, nadie hablaba, es más creo que ni siquiera respiraban. 
Esos segundos eran mágicos para mí...todopoderosos. 
Desde mis pies iba tensando los músculos de mi escaso cuerpo mientras en lo negro de mis párpados adivinaba sus ojos muy redondos y sus bocas entreabiertas.
Entonces saltaba.
Casi detrás de mi talón, Carlos cerraba la puerta, como para no seguirme.
Primero pateaba los charcos, después me revolcaba sobre ellos para mojarme toda y cuando ya la lluvia se hacía silencio, me ponía debajo del chorro del desagüe de la canaleta. 
Recién ahí los miraba.
Recuerdo con extraña nitidez que podía verme en sus ojos. Papá desfruncía el ceño. Mamá aflojaba el duro gesto de su boca hasta una sonrisa. El abuelo se enderezaba en la silla y la abuela lo acariciaba. Carlos miraba transparente, sin su oscura tristeza.
Cuando ya no daba más del frío, abría los brazos y gritaba.
En ese instante era libre.
Y ellos también.
Pero era yo, “la Andy”, la que se quedaba con los resfríos.



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