DALE ANDY, DALE

 Cuando yo no llegaba a las canillas de la cocina, y cuando papá volvía del trabajo con chupetines en los bolsillos, y cuando el abuelo todavía se reía, yo, “la Andy”, esperaba la lluvia.
Y todos en casa esperaban conmigo.
      - ¡Ya está goteando, Andy! - gritaba la abuela mientras buscaba la toalla.
Mamá acomodaba prolijamente sobre su brazo la ropa que yo me iba sacando. Carlos, mi hermano el grandote, era el que abría la pesada puerta corrediza que daba al patio.
       - Dale nena - me decía con su gutural y mecánico tono.
 Yo me paraba delante de la puerta y cerraba los ojos... y sin moverme, iba metiéndome de a poco en el viento, en el frío, y en ese olor a tierra mojada. 
A mi espalda, nadie hablaba, es más creo que ni siquiera respiraban. 
Esos segundos eran mágicos para mí...todopoderosos. 
Desde mis pies iba tensando los músculos de mi escaso cuerpo mientras en lo negro de mis párpados adivinaba sus ojos muy redondos y sus bocas entreabiertas.
Entonces saltaba.
Casi detrás de mi talón, Carlos cerraba la puerta, como para no seguirme.
Primero pateaba los charcos, después me revolcaba sobre ellos para mojarme toda y cuando ya la lluvia se hacía silencio, me ponía debajo del chorro del desagüe de la canaleta. 
Recién ahí los miraba.
Recuerdo con extraña nitidez que podía verme en sus ojos. Papá desfruncía el ceño. Mamá aflojaba el duro gesto de su boca hasta una sonrisa. El abuelo se enderezaba en la silla y la abuela lo acariciaba. Carlos miraba transparente, sin su oscura tristeza.
Cuando ya no daba más del frío, abría los brazos y gritaba.
En ese instante era libre.
Y ellos también.
Pero era yo, “la Andy”, la que se quedaba con los resfríos.



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POR LOS CHICOS

El 2 de abril de 1982 yo tenía 18 años, la edad necesaria para estar entre los posibles convocados a combatir en Malvinas. Pero el tema fue que yo había nacido el 15 de enero de 1964 y los más jóvenes que fueron eran los de “la 63” que eran los nacidos hasta el 31 de diciembre de 1963. O sea que había pibes que estaban yendo a combatir que apenas tenían 15 días más que yo de edad. Recuerdo mi sentimiento en esas semanas. Era algo que yo no lo podía comprender: Alguien de mi edad en una guerra. 
Yo no había hecho nada de la vida aún: todavía estudiaba (porque estaba en el industrial que eran seis años), había tenido una sola novia a la que iba a buscar a la puerta del colegio, vivía en la casa de mis padres, iba a todos los recitales de Charly que podía, estaba estrenando mi registro de conducir con un viejo Citroen 3 CV, jugábamos a la pelota en la calle, hacíamos rifas para el viaje de egresados, fumábamos a escondidas de nuestros viejos y maestros disimulando el aliento con los “Chiclet´s” de mentol, los viernes nos juntábamos en la casa de Edu a armar los enganchados para las fiestas de los sábados en la casa de alguno del grupo mientras su mamá nos hacía la leche… Así era nuestra vida.
Y cada noche de las que duró la guerra, no podía dejar de pensar en un pibe sacado de todo ese mundo de un día para el otro, un pibe 15 días "más viejo" que yo, lo imaginaba ahí, asomado en su trinchera, con hambre, con  frío, y  con un fusil apretado entre sus manos… un fusil que hacía tres meses nunca había disparado y del que ahora dependía su vida. Imaginaba que a lo lejos veía avanzar como figuras recortadas al ejército mejor pago y preparado del planeta. Entonces imaginaba que en un momento aquel pibe cerraba los ojos y pensaba que sería bueno que la madre de Edu golpeara la puerta con su “chicos ya está la leche” y que al abrirlos todo aquello de la trinchera el frío y el hambre, haya sido solo una horrible y lejana pesadilla.
Por los chicos que no conocieron su futuro, por esos valientes, por ellos, este 2 de abril y siempre, pongámonos firmes y no dejemos que nadie se lleve a nuestros pibes a combatir.
Y si algunos “iluminados” quieren hacer más guerras... que vayan ellos.